Los que estáis leyendo este blog, es muy probable que hayáis
llegado hasta él por la curiosidad que despierta esta nueva —a la par que
antiquísima— tendencia de utilizar las historias para conseguir nuestros
propósitos: vender y/o convencer.
Creo que es interesante comenzar fijando unos puntos de partida, para que todos nos entendamos y utilicemos el mismo lenguaje.
Creo que es interesante comenzar fijando unos puntos de partida, para que todos nos entendamos y utilicemos el mismo lenguaje.
La traducción literal de storytelling sería “contar
historias” —o cuentos—. Si buscáis la palabra en Wikipedia (en inglés),
encontraréis una buena aproximación a su significado. Incluso, hay un pequeño
apartado dedicado a su utilización en Marketing. Lo curioso es que cuando,
desde esa misma página, seleccionamos el idioma español, nos lleva a
“cuentacuentos”, es decir: storyteller. Es obvio que, en ocasiones, la figura
del creador de historias y del que las cuenta puede coincidir, pero no es lo
habitual.
En cualquier caso, una nomenclatura en español que, desde un
punto de vista formal, resulta correcta, si la pasamos por el tamiz
marketianiano, cojea. “Contar cuentos para vender” se transforma en nuestra
cabeza en “Vender contando trolas”. Y esto es algo que podemos aceptar como
normal en un vendedor de coches de segunda mano, pero resulta inadmisible para
marketers serios como nosotros ;-). Mantengamos pues la terminología anglosajona, aunque
pueda parecer pretenciosa.
El siguiente paso es que seamos conscientes de la tremenda fuerza que una buena historia tiene para vender un producto, servicio o idea. Hay sesudos estudios realizados por universidades muy importantes que así lo demuestran, pero creo que es mejor llegar a esa conclusión de forma intuitiva.
El siguiente paso es que seamos conscientes de la tremenda fuerza que una buena historia tiene para vender un producto, servicio o idea. Hay sesudos estudios realizados por universidades muy importantes que así lo demuestran, pero creo que es mejor llegar a esa conclusión de forma intuitiva.
Pongámonos nuestro gorro de consumidor e imaginemos la
reacción de nuestro cerebro, cuando “alguien” viene dispuesto a vendernos “algo”
a las bravas. No sé vosotros, pero yo me pongo a la defensiva. Mi cerebro se
cierra. A partir de ahí, los argumentos de venta van a tener que ser muy
sólidos para prosperar.
Pero, ¿qué ocurre cuando ese “alguien” comienza contándonos
una historia? Por supuesto, debe ser una historia que, primero, capte nuestra
atención y, después, que genere algún tipo de emoción. Cuando esto ocurre,
nuestro cerebro se abre y se llega a establecer un vínculo con el “alguien” que
nos la cuenta. Llegado ese momento, a “alguien” le resulta mucho más fácil
convencernos de lo maravilloso que es el “algo” que nos quiere colocar. Y
termina colocándonoslo. Así de fácil. O de difícil.
Hay quien dice que una buena historia no debe tratar
directamente sobre el “algo” que nos pretende vender. Como premisa, está bien,
pero no es una premisa inamovible. Hay veces que ese “algo” puede tener, por sí
mismo, una historia interesante que merece la pena contar. Claro, que si ese
“algo” resulta que es una pomada contra las hemorroides…
A lo que voy: no hay reglas fijas. Simplemente, hay
historias que funcionan y otras que no lo hacen. Las que funcionan deben
reflejarse en las estadísticas de ventas. Así de fácil. O de difícil.
¿Qué características debe tener, entonces, una buena
historia vendedora?
- Que capte nuestra atención.
- Que emocione.
- Que establezca una clara conexión con el “algo” que se desea vender.
La respuesta, en la segunda parte de esta entrada.
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